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A 46 años de la liberación de Saigón

El 30 de abril de 1975 se ponía fin a la intervención de Estados Unidos en Indochina, luego de tres décadas de guerra, y sufría la derrota militar más humillante de su historia.

Aún parecen verse los tanques del Frente Nacional de Liberación derribar las vallas del Palacio de la Independencia para izar la bandera del GRP en el corazón de Saigón. Ocurrió, exactamente a las 12:15hs de un día 30, de un mes de abril, de hace 46 años. En el interior del Palacio, que ofició por muchos años como cuartel general del alto comando norteamericano, el coronel Bui Tin, comandante de la vanguardia norvietnamita, era recibido por el general survietnamita, Duong Van Minh, quien lo esperaba para transferirle el poder. No hay duda de la transferencia del poder –le dijo Bui Tin–, puesto que su poder ya no existe, no puede darme lo que no tiene. Afuera comenzaban a escucharse los estampidos de armas de fuego. Nuestros hombres sólo están festejando, no deben temer. Entre vietnamitas no hay vencedores ni vencidos; sólo los americanos han sido abatidos. Si son patriotas consideren con alegría este momento. La guerra por nuestra patria ha terminado.

La liberación de Saigón supuso el inicio de un período de transición para Vietnam que estableció un Gobierno Provisional Revolucionario y se lanzó a la tarea de unificar el país. Debió reconstruirse desde las ruinas. Solo Vietnam del Norte sufrió la destrucción del 70 por ciento de su infraestructura; quedaron reducidas a escombros escuelas, viviendas, universidades, fábricas, hospitales. En Vietnam del Sur, las consecuencias recayeron sobre el suelo, donde los norteamericanos experimentaron una guerra no convencional impulsada por el uso de agentes químicos. Usaron, de manera combinada, defoliantes y herbicidas, obligando a la población rural a desplazarse del Delta del Mekong hacia las ciudades.

El fin del conflicto armado también sirvió para que se conociera el rostro más brutal de la guerra, con soldados que habían sido obligados a disparar contra sus propios hermanos por combatir en las filas contrarias; o en los testimonios de aquellos que fueron detenidos y torturados en las prisiones de Vietnam del Sur. En las miles de postales que mostraban a un Vietnam despedazado, con sus rutas y calles inundadas de cascos, botas, armas, municiones y uniformes de combate. La guerra había gestado un escenario apocalíptico que se extendía por cientos de kilómetros. Sin embargo, debajo de esos mismos escombros, había un pueblo que no perdió tiempo en la tarea de hacerse visible y abandonar para siempre la oscuridad de los túneles y de la selva.

Triunfó la estrategia del Vietminh y del Frente Nacional de Liberación de someter a Estados Unidos a una operación de desgate, muy costosa, que despertó la crítica internacional y de una parte importante de la sociedad norteamericana. El presente próspero que hoy tiene Vietnam muestra lo lejos que estuvo Estados Unidos de dejar a la zona de Indochina como una región en ruinas, inhabitable.

Vietnam se da hoy la tarea de asegurarse la vida, reconfigurando sus prioridades, sin perder de vista las condiciones que permitieron definir su propia identidad, sabiendo que la guerra, lejos de ser un conflicto acabado, resulta una herida profunda con traumas que se reviven en la actualidad.

Sin embargo, podemos afirmar que Vietnam es mucho más que una actualización del mito entre David y Goliat si uno se toma el tiempo de revisar el sentido que atesoró esa narrativa heroica y qué vinculaciones tiene con el presente. No alcanza para conocer las representaciones de su historia, sus prácticas sociales, el complejo entramado de etnias que la componen, el acelerado proceso de inclusión en un mundo convulsionado y en disputa por las principales potencias de Oriente y Occidente, o la relación que mantiene con aquellos países que lo invadieron y lo saquearon.

Su pueblo no habla ni actúa condicionado por el odio. Se permitió formas no violentas de redimir su tragedia. Se reconstruyó a sí mismo, impugnando la pretendida naturalización de la uniformidad nacional. Supo desterrar el mantra de ser un país atrapado en los conflictos armados. Se otorgó la posibilidad de crecer en base a sus convicciones con políticas activas de reparación histórica y preservación de la memoria. Los escombros no lo convirtieron en un país con una violencia colectivizada. Vive en paz, integrado a un mundo que no le hace fácil la tarea.